Amores hay como garfios, amores malditos que te cortan el alma, que se te meten por las uñas furtiva, malévolamente, que te comen por dentro, para los que no hay defensa, ni Dios ni razón, sólo el deseo, sólo el hambre, la alegría, la ira, la arrechera inmensa que te hace desear arrancarle la ropa cada vez que te lo encuentras. Amores hay que se te incrustan en los huesos y corroen cada instante que en tu vida queda. Amores de locos, amores de lobos, amores de mierda. Y escuchas a una chica pelirroja gemir por un publicista alcohólico, insignificante, y te ves a ti misma en un espejo de ridiculez e impotencia. Amores hay que te joden y te chupan. Lo peor de lo peor es cuando sabes que no debes, que no puede ser, que nunca ha sido. Porque además te sabes deliciosa, graciosa y amable, merecedora del goce, la lealtad y el abrazo. Así que te tienes paciencia, te compras un helado, un vestido bonito y colmas tu casa de silencio, de buenos recuerdos y te dices a ti misma: “Vamos guapa, todo pasa, hasta la vida”.
El te sacó hace ya tiempo tan inequívocamente de
su alma que la única verdad que en ti cabe es que todos los caminos conducen al
olvido. Y el olvido, lo sabes bien, es peor que la muerte. “Reniego de tu piel
y de tus besos, maldiciendo todo lo que en tu nombre sea en la tierra y el
infierno”. Estás jodida, clavada, enamorada, de choques eléctricos. Lo mejor es
que no le necesitas, que te gusta lo que tienes: una casa chiquitita en una
calle de ciudades extrañas, una vida sencilla, cinco amigos, cuatro perros, y
un amante a ratos.
El amante es cuarto aparte, todo un bocado de
piel bronceada y brazos fuertes, todo risas, todo labios; poderoso, creativo,
bello y te penetra en cinco velocidades distintas, y tú te entregas a él con
una desesperación y un ansia demasiado parecida al deseo. Nunca le llamas ni le
buscas ni le amas; y él te posee como quiere, como debe ser, como si cada vez
fuera siempre la última. Y no te importa verle.
A tu amado en cambio, lo amaste siempre como si
cada vez fuera siempre la primera. Él no sabe que por él escribes todo cuanto
escribes, él no sabe que en verdad le amas.
Ah... recuerda que hace poco le dijiste:
“Descubrí que puedo acariciarte con los ojos”, recuerda que no extraña ni tu
boca ni el milagro de tus manos. No lo creerá si se entera con qué fuerza lo
evocas cuando te entregas a tu amante, o las veces que has llorado de rabia
porque no es él quien te penetra, porque otro te da a borbotones lo que solo
anhelas en sus brazos. No sabe nada, no puede siquiera imaginarlo. Que es al
tiempo lo mejor y lo peor que te ha pasado, lo más vital, lo más
contradictorio, lo más mierda. No sabe que le amas contra ti, que te mueres por
verle, por no verle. Y piensas enseguida: “Vamos mujer ¿Por qué culparle? Si no
te quiere nada, fresca, todo va a salir bien, no te preocupes”. Acostumbrada
como estás a lamerte sola las heridas, respiras hondo, te sueltas el cabello,
sacudes el trasero y sigues adelante. Por si no te has dado cuenta, yo soy la
protagonista de esta historia. Y te garantizo que duele, que duele hasta las
lagrimas.
Eva Durán
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