Ella le aguarda con sabia discreción, en la
dulce, torturante espera que le convierte a la vez en su victima y verdugo.
Ella ha aprendido a amarle, sabe como retenerle,
como provocarle, con la mística, soberana pasión, que solo un buen amante
provoca.
Si es muy joven, madurará día a día en
resplandores extraordinarios, en la belleza esencial de un pene que encandila.
Si ha vivido para entender, que las caricias no
son contratos, que los besos no se regresan, se arrojará sin miedo alguno al
holocausto, consciente del valor de cada instante, acariciando con su lengua la
certeza del vacío, la pureza del dolor.
El día señalado, se prepara ritualmente, se
sumerge en agua y sales, disfrutando en silencio cada parte de sí misma. Se
anticipa con gozo a la presencia de sus manos, amasando con fiera extrañeza el
encanto de su pubis, la succionante certeza de sus labios.
Se ha hecho en pan de azúcar, de vientre
estéril, de vuelo firme. Pues el erotismo más virtuoso nada sabe de embarazos
ni promesas. El asunto no se considera, conversarlo o proponerlo, equivale a la
más alta traición, a la más pura afrenta.
Aprende a ser al tiempo, puta y recatada, leal,
desvergonzada, fiel y ambivalente.
Se ama a sí misma con la misma soberana pasión con
que se entrega al prójimo. Con la misma, mortal convicción de quien tiene entre
sus piernas todo cuanto anhela.
Llena entonces su casa de pequeños secretos: las
rosas en la cena, el vino junto al lecho, los habanos en el bar.
Señora de la fiesta y el orgasmo, dama de la
risa y el perfume, se levanta de la mesa sin sangre entre los dedos, sin decir
un improperio, sin que haya un perdedor. Porque se sabe extraordinaria, porque
tiene el alma llena, porque nada necesita, porque aprendió a decir adiós.
Eva Durán
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